jueves, 30 de abril de 2015

Editorial del número 112



LA NECESIDAD DE UN JUICIO CATÓLICO

Ha sido noticia en estos días de mediados de abril, la carta que un periodista le mandó al Papa Francisco quejándose de la nueva y condescendiente recepción que le tendría preparada en Roma a Cristina Kirchner. La misiva no decía sino lo obvio, y por eso mismo no reclama mayor detenimiento ni ponderación. Y lo obvio, claro, es que no puede resultar edificante para la salud de la nación constatar, una vez más, la encumbrada aquiescencia eclesial hacia una de las figuras más corruptas y degradadas de la vida pública argentina.
  
Maestro consumado en el milenario artilugio vaticano de fugarse por la tangente, el destinatario de la epístola elogió su modo suave, su envase conciliador y su manso cuanto democrático estilo; pero ni una palabra quedó dicha sobre la gravísima e ineludible cuestión de fondo. Y maestro consumado al fin en todas las defecciones, el aparato periodístico argentino y el universo ideológico entero, al unísono, no hicieron otra cosa más que elogiar boquiabiertos la humildad del Padre Jorge.  El uno y los otros acabaron como debían, funcionales al mantenimiento del sistema.  Porque si es un pecado usar lo sacro —o lo que es tenido por tal en términos generales— para sostener lo más vilmente profano que se conozca; también puede constituir un pecado prestarse al juego del uso y de las adulaciones recíprocas.
  
El episodio, por lo mismo, interpela a la genuina conciencia católica; y si algún servicio pudiera prestar su desenlace es que los bautizados de a pie se pregunten, de una vez por todas, qué espera la Jerarquía de la Iglesia para definirse virilmente frente al horribilísimo estado de putrefacción política que estamos presenciando.
  
Si esos católicos de a pie —nosotros, los primeros— se contestaran que no cabe esperar definiciones viriles de quienes han perdido el noble oficio de definir y de ser varones, deberían entonces trasladarse la pregunta a ellos mismos.  No para que la responda cualquiera, al modo de un remozado y trágico libre examen, sino para escuchar la voz perenne de los maestros.
  
En 1937, el inolvidable Padre Julio Meinvielle editaba un opúsculo titulado “Un juicio católico sobre los problemas nuevos de la política”.  En rigor, lo primero que se advierte al leerlo, es que no hay propiamente una dificultad novedosa, sino lo viejo y cansino bajo el sol.  Pero que, novedosa o antañona, esa problematicidad exige un juicio católico que la dilucide y permita obrar en consecuencia.
  
Meinvielle, si se nos permite la síntesis para trasladarla al presente, desdobla ese juicio en un aspecto teórico y en otro práctico.  El práctico es que, dado que al mal del liberalismo “hay que añadir la democratización de la función pública [...], el sufragio universal en sus escuelas de comité es el instrumento para que pueda escalar al poder la casta de los que viven de la política”.
  
Abóquense, pues, al electoralismo, quienes quieran medrar de la catástrofe patria.  Es toda de ellos la puja de partidos, los recuentos de votos, las bocas de urnas, las boletas ajadas, los candidatos cortados con la misma tijera del régimen abyecto. Quienes se sientan libres de incurrir en este probado callejón sin salida, no tienen la opción del abstencionismo sino la obligación de dar batalla.
  
El aspecto teórico del juicio es más valioso, si cabe; puesto que la contemplación ha de tener siempre la primacía sobre el obrar.  Meinvielle nos plantea la opción de la lucha, como quedara dicho.  Mas “lo tremendo de esta lucha —nos dice— es su carácter metafísico: se traba en las entrañas mismas del ser”. O elegimos el individualismo egoista de pertenecer a nosotros mismos; o elegimos pertenecer al Anticristo; o elegimos someternos a la Ley de Cristo, bregando y actuando por el orden social cristiano.
  
No tenemos el poder del mundo, pero poseemos algo más valioso: las entrañas mismas de nuestro ser. Las propias; esto es, la de quienes queremos seguir siendo católicos; y la de las legiones incontables de santos y de mártires que nos han precedido.  Esas entrañas están inmunes a los pinzamientos homicidas de apóstatas, heresiarcas o vulgares felones. Porque laten de amor por Jesucristo Rey y por la Patria Argentina.
  
Antonio Caponnetto
  

lunes, 27 de abril de 2015

Aviso


 
LEA Y DIFUNDA CABILDO

POR LA NACIÓN CONTRA EL CAOS

Se ruega difundir.
 

jueves, 2 de abril de 2015

Guerras Justas

FIDELIDAD AL
2 DE ABRIL

 

Hemos de decir ante todo que no nos trae la humildad ni el más mínimo afán de discutir lo indiscutible.

 

Porque no es justo confundir la virtud de la modestia con la cobardía, ni disfrazar de sencillez la falta de coraje, ni querer compensar la ausencia de convicciones soberanas con gestos de mansedumbre diplomática. Nadie está obligado a bajar la cabeza frente a los ladrones, ni es eso lo que corresponde cuando lo que nos han robado es el patrimonio nacional. Ningún argentino bien nacido puede pedir disculpas por el 2 de Abril, porque la recuperación de Malvinas no tiene que perdonarse, tiene que repetirse y repetirse para siempre.

 

Nosotros, como decía Martín Fierro, queremos “ser duros con los duros, y que ninguno en un apuro, nos vea andar titubeando”. Que nadie se burle más de los derrotados ni pasee por las oficinas del enemigo la imagen del arrepentimiento y de la duda. Que nos vean serenos en el dolor, aguantadores en la adversidad, más firmes que nunca en la verdad que defendemos. Que el mundo entero nos vea soñando la Victoria y no castigando a los que se atrevieron a combatir y a dirigir los ataques.

 

Por eso, hoy no traemos la humildad sino el orgullo. El orgullo legítimo y necesario –como tiene que tenerlo todo buen compatriota‑ de haber reconquistado un espacio criollo y de haber tenido la posibilidad de ser protagonistas de esa hazaña.

 

Hace exactamente cuatro años. Las calles eran un desfile de banderas y de divisas celestes y blancas. Los puños pedían estrellarse contra los invasores, los voluntarios hacían largas colas. Las gargantas proclamaban nuestros derechos, las plazas se llenaban de rabia y de entusiasmo, la gente se desprendía de sus bienes y había en todos un objetivo compartido: expulsar al inglés, izar nuestro estandarte, dar la sangre si fuera necesario, pero demostrar de una vez por todas que éramos capaces de decirle basta a un siglo y medio de despojo.

 

Cierto que también entonces, no faltaron los descastados y los traidores. Los que visitaban las embajadas yanquis y ponían excusas para jugarse enteros. Pero a esos, los que estábamos en Malvinas, los despreciábamos por miserables. Jamás creímos que con el tiempo se convertirían en los funcionarios públicos de la Nación. Porque una cosa debe saberse: los soldados que pelean en el frente de una guerra justa no necesitan las componendas y las lástimas de los débiles. No necesitan las tramoyas de los políticos que visitan el teatro de operaciones para sacarse una foto y volver a sus casas. Necesitan la oración y los fierros, la Cruz y la Espada. Necesitan la fuerza de los jefes, el respaldo de la población entera y los atributos viriles de los que dirigen los ataques y los destinos del país.

 

El soldado tiene que ser bien mandado y sostenido por la pasión de quienes lo esperan. Si en cambio ve la vergüenza y los sustos, la histeria pacifista y la deserción de los responsables, no hay tropa que resista. Orgullo nacional se necesita y no pedidos de limosnas, ni hacer de lustrabotas en las puertas de quienes nos han asaltado. Esta diplomacia menesterosa de apellidos impronunciables, esta diplomacia de lustrabotas siempre dispuesta a negociar por una propina, es una afrenta a la justicia y a la dignidad que merecemos.

 

Porque en el fondo, tampoco se trata de discutir haciéndose el bueno, el dócil, el espíritu amplio y abierto a cualquier sugerencia. Haber decidido, como ya se decidió, que el tema de la soberanía no se incluye en primer lugar para facilitar las conversaciones, es creer que el honor agraviado se recupera charlando y que se puede hacer este trueque inconcebible: cambiar independencia por diálogo interminable. Pero además para recuperar hablando lo que se perdió por las armas se necesita una palabra que defina y retumbe como los cañones y no una verborragia de parlanchines a sueldo.

 

Nos preguntamos hasta qué punto se puede discutir con quienes han asesinado a los tripulantes del Crucero Belgrano, con quienes han violado las normas de la moral y de la paciencia. Hasta qué punto es posible discutir con los que ofenden e impiden nuestra soberanía real, y seguir haciéndoles guiños y señas para que se den cuenta que no somos tan duros como en 1982. Tal vez sea la hora de entender la vigencia del artículo 2º del Código Militar del General San Martín: “El que sea infiel a la Patria, comunicándose verbalmente o por escrito con los enemigos, haciéndoles alguna señal, revelando la clave directa o indirectamente, u otro modo que cometiese traición, será ahorcado a las dos horas; igual pena tendrá el espía o el que engañase a otro para el enemigo”.

 

En una palabra: ni falsa humildad para esconder la entrega, ni tanta labia vacía para enmudecer a la hora de hablar claro. Los muertos esperan gestos altivos y decorosos. El silencio de las tumbas sólo puede ser quebrado por frases contundentes que ordenen la reparación y la justicia. ¡Basta de historias oficiales que puedan ser premiadas por el extranjero! Nosotros vivimos la gesta verídica, la epopeya ardiente, la cruzada valerosa por Dios y por la Patria. Este es el Sur que existe y al que no le cantan los fantoches de turno. Este es el Sur que queremos que exista: el de la Reconquista de Malvinas y el de la Argentinidad Combatiente.

 

Compatriotas:

 

Hace cuatro años volvía a tener sentido la palabra gloria. Pero hoy quieren taparlo todo y hacernos olvidar de a poco lo que vivimos en aquellos días. Quieren que tengamos remordimientos por habernos atrevido a rescatar lo propio. Quieren hacer pasar a todos los guerreros por profesionales del salvajismo y a los conscriptos de una clase privilegiada por chicos mamarrachescos. Se nos pide que nos enternezcamos y ablandemos, se nos adjudican traumas y nos recetan palomitas de la paz para que superemos los malos recuerdos. Pero ya lo hemos dicho otras veces: el único remedio que necesitamos es VOLVER. La sangre derramada no se olvida y con los años, la memoria se fija una y mil veces allí donde quedó detenida. Nada ni nadie podrá borrarnos la gesta de Malvinas.

 

Quieren que nos sintamos invasores e inoportunos y que no perjudiquemos con el homenaje a los soberbios caídos el curso de las humildes negociaciones. Quieren que no seamos tan reiterativos todos los años y que no parezcamos tan bruscos llamando piratas a los súbditos de Su Graciosa Majestad. Y lo que resulta más imperdonable es que quieren condenar e injuriar a los que tomaron la decisión política de devolvernos las Islas; y en el fondo del relajo, agitan la condena y el desprestigio en los días del aniversario de la guerra.

 

Quieren, en fin, desentenderse de los héroes, del Operativo Rosario, de la Virgen Generala, de los milagros cotidianos, y si fuera posible quisiera suprimir del calendario esta fecha, escamotearla de la cronología definitivamente.

 

Por eso nuestro lema. Argentino: CADA DÍA UN DOS DE ABRIL. Cada día la Patria te convoca. Cada día amanece pidiendo reconquista. Cada día es un deber nuestra Victoria. Cada día un 2 de Abril marchando alegre sobre un Puerto Argentino que no sepa rendirse.

 

¡Viva la Patria!



Marcelo Alvarado

 

Nota: El autor es Veterano de Guerra y perteneció al Movimiento Nacionalista de Restauración (M.N. de R.). Este discurso suyo se publicó en “Cabildo” Nº 99, año X de la segunda época, correspondiente a abril de 1986.