miércoles, 17 de julio de 2013

Guerras Justas


UNA OBRA
SOBRE LA CRUZADA

  

“La Iglesia y la guerra española de 1936-1939”,
Blas Piñar, Madrid, Actas, 2011, 343 páginas).

  

  

El autor ha querido dedicar este libro al Cardenal Isidro Gomá y Tomás, “con el que España tiene contraída una deuda histórica” por su desempeño como defensor de la Fe en tiempos en que fue atacada vilmente. Deuda no debidamente reivindicada por todos los católicos españoles.

  

El propósito central de la obra es echar luz sobre episodios históricos oscurecidos por la propaganda de izquierda, con la complicidad de los que hoy se han rendido ante el equívoco, la ideología y la mentira que pretende enlodar una lucha noble y limpia. Lucha que, de una manera u otra, intenta reeditarse en nuestros días, con menos crueldad física pero igual perversidad moral.

  

Es paradójico que el Cardenal Gomá que bautizó la guerra civil como Cruzada fuese arzobispo de Toledo en su tiempo y que luego —cuando volviera a arreciar la presión anticatólica en España— otro arzobispo de Toledo, el Cardenal Tarancón, contribuyera “en forma bien conocida a la puesta en marcha del proceso secularizador”.

  

Con prolija exhaustividad Blas Piñar se luce transcribiendo las citas textuales que testimonian la admiración de clérigos y de laicos por la persona de Franco; pese a lo cual, muchos de ellos, acomodarán después su juicio a la peculiaridad de las circunstancias.  Particularmente significativos son los elogios tributados al Caudillo como Defensor de la Fe Católica de muchos personajes que, empero, tarde o temprano se transbordaron al campo enemigo: primero alentando a la democracia cristiana y luego al progresismo más extremo, hasta sostener las peregrinas ideas de un marxismo cristiano. Estos casos, frecuentemente olvidados, Blas Piñar los exhuma con todo rigor documental prestando así un servicio invalorable a la verdadera historia.

  

Desde el punto de vista formal el libro da pormenorizada cuenta de las relaciones oficiales del Gobierno Español con la Santa Sede, especialmente durante los primeros años del mandato de Franco y de su triunfo sobre el comunismo ateo. Recuérdase en particular la encíclica “Divini Redemptoris” de Pío XI del 19 de marzo de 1937, en la que se advierte al mundo que “lo que sucede en España tal vez pueda repetirse mañana en otras naciones civilizadas”. La pregunta que nos hacemos, partiendo de aquellas circunstancias, es cómo pudo llegarse años después a que, desde el mismo seno del franquismo o del falangismo, surgiera una tendencia que intentara fusionar un cierto cristianismo con el socialismo no-marxista, para enfrentar a Franco.

  

Por otra parte, la adhesión del Vaticano a la Cruzada está abundantemente confirmada por documentos papales, alocuciones eclesiales y toda otra clase de testimonios. De modo tal que cuesta entender cómo pudo darse un giro tan espectacular de tantos católicos, quienes sin abjurar abiertamente de su fe, se volvieran hostiles al bando nacional, al gobierno franquista y a toda actitud de repulsa de la alianza de las izquierdas, desde el republicanismo liberal al diálogo con el comunismo.

  

Viéndolo desde el presente, no parece casual que una de las primeras publicaciones, en principio afines al gobierno triunfante en 1939, se llamara “Diálogo”; como para ir abriendo una puerta a la infiltración de izquierda entre católicos liberales. Como no fue casual que el fundador de esa revista hubiese sido escogido por Franco como su embajador ante el Vaticano —nos referimos a Joaquín Ruiz Giménez— entre lo más rancio del ambiente católico y tradicional. Lo que comenzó a delinearse nítidamente en el panorama español fue un anticipo de una tendencia paralela que sufriera la propia Iglesia a partir del papado de Paulo VI  y del Concilio Vaticano II; o sea, una apertura al liberalismo y una desapego creciente por la Tradición.

  

Conviene no olvidar que mientras la jerarquía episcopal española —especialmente a partir de la “Carta colectiva” del lº de julio de 1937— comenzaba a reconocer que desde apenas iniciada la guerra hubo mártires entre los nacionales, y Paul Claudel componía el vibrante poema “Aux martyrs espagnols”, Jacques Maritain sembraba cizaña contra la reacción legítima de los católicos de siempre. Los argentinos pudimos ser testigos de esta actitud derrotista que fue prolegómeno de la “democracia cristiana”, cuando Maritain, en plena guerra civil, nos visitó en Buenos Aires, decepcionando a tantos que lo admiraban por su obra filosófica anterior.  Obra en la que aún no se traducía la apertura hacia la izquierda internacional y su benevolencia por los comunistas. Todo esto cometido en nombre de la democracia universal, así como su rechazo al calificativo de Cruzada.

  

Hoy se invoca en algunos ambientes demócrata-cristianos un “camino a la reconciliación”; pero todo indica que es para condonar, de paso, todos los excesos cometidos por comunistas y anarquistas.

  

Dicha “reconciliación” sirve además como revancha por la derrota militar que sobrevino. También se abrió camino, mediante una maniobra semántica, a una apertura sin recaudos que pretende un mea culpa de los católicos por haber vencido.  Luego viene sin tapujos un proceso de secularización que pretende quitar todo mérito al haber defendido la religión, el culto y la vida de sacerdotes y monjas sacrificados cruelmente. Con ecos que no nos resultan tan lejanos ni extraños, dice Blas Piñar: “se ganó la guerra de las armas y se perdió —Dios quiera que no con carácter definitivo— la guerra ideológica de la paz; lo que equivaldría al Finis Hispaniæ”.

  

Muchos se preguntan ahora si esto hubiera sido posible de no haber prosperado un cierto derrotismo dentro del catolicismo español, alentado por el avance del progresismo en la propia Roma, que contribuyó indirectamente al giro secularizador dentro de la misma España. Si hubo enemigos precoces en Europa, como Maritain en Francia o Luigi Sturzo en Italia, la embestida se agravó en la posguerra cuando se sumó abiertamente la francmasonería, que llegó a ser legalizada, durante el gobierno de Adolfo Suarez con el beneplácito del Cardenal Tarancón, quien en una rueda de prensa el 25 de mayo de 1979 declaró “estoy contento por la legalización”.

  

Respecto del papel desempeñado por el Cardenal Tarancón durante la “transición” del gobierno de Franco a la llegada de la democracia, o como se llame, el tema ocupa una porción importante del libro, aparte de que Piñar ya se había ocupado in extenso en otra obra suya: “Mi réplica al Cardenal Tarancón” (Editorial Fuerza Nueva, Madrid, 1998).

  

El propio Cardenal se autoincrimina a través de su libro “Confesiones”, donde revela taxativamente la antipatía que había tenido Paulo VI con la España de Franco, complaciéndose en oponerse a la Iglesia triunfante sobre los rojos.

  

Hoy se sabe que, entre los antecedentes familiares de Paulo VI, su propio padre fue un periodista claramente enrolado en la facción “republicana”.

  

Los vientos de la apertura alentaron a los enemigos seculares de la Iglesia a infiltrarse entre los católicos. Así Santiago Carrillo, el comunista instigador de la matanza de Paracuelllos de Jarama, pudo llegar a declarar en 1970: “El socialismo (sic) español marchará con la hoz y el martillo en una mano y la cruz en la otra”. Y la no menos delincuente Pasionaria, en un discurso en la Cuba de Fidel Castro, en el año 1963 recomendaría no enfrentar a los católicos sino “mezclarse (sic) con ellos para alcanzar la victoria”. Lo que, vista la fecha, permite sospechar que ya entonces había católicos dispuestos a una alianza antifranquista, y por lo menos más de uno estimulado por Tarancón.

  

Largo sería, si no imposible en una breve recensión como ésta, dar cuenta de todos los matices y enfoques que suscita la lectura del libro, así como referirse al tratamiento exhaustivo y textual de muchos hechos que el paso del tiempo ha ido oscureciendo, en muchos casos deliberadamente.

  

Es importante señalar el carácter de reivindicación de la Guerra Civil Española que se asienta sobre la base de sus ideales y de sus motivaciones profundas, que hoy parecen haber perdido vigencia. Y si es cierto que a la victoria militar no se ha correspondido una victoria ideológica de la misma envergadura, también es verdad que la razón y significación de la Cruzada no ha perdido valor. Al contrario, es el enemigo rojo, ateo y anticatólico el que ha debido quitarse la careta toda vez que la lucha se renueva con otros disfraces.

  

Esta es la importancia de este libro que arroja luz sobre un período de historia contemporánea que cierta “corrección politica” sigue tratando de deformar. No es poco el mérito del autor, quien ya nos tiene acostumbrados a su lucidez y a su fidelidad a la España Eterna.

  

Patricio H. Randle

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