viernes, 14 de octubre de 2011

Los crímenes de “los buenos”

EL ODIO RACIAL DE
FRANKLIN DELANO ROOSEVELT
  
  
Mediante la orden operativa 9066, dictada por el presidente Roosevelt —y ratificada posteriormente por el Congreso Estadounidense—, aproximadamente ciento veinte mil personas de etnia japonesa, más de la mitad de ellos ciudadanos americanos, fueron internados en campos de concentración ubicados en la región oeste, lugares muy alejados de todo centro poblacional, con un perimetral de alambres de púa y vigilancia armada.  Varios intentos de abandono de los campos terminaron con la muerte de los internados.
  
Según Mark Weber (“Los campos de concentración norteamericanos”): “«Todos los japoneses, extranjeros o no, serían evacuados en los puntos arriba citados el martes siete de abril a las 12 horas del mediodía». Se advirtió a los evacuados para que acarrearan sus propios colchones y para que llevaran, como mucho, el equipaje que pudieran en una mano (un informe de posguerra señalaba que el 80% de los bienes almacenados pertenecientes a japoneses internados fueron «saqueados, robados o vendidos durante su ausencia»)”.
  
El fundamento de la medida fue el “interés militar” y el encargado de implementarla, Milton Eisenhower, hermano de Ike. “Pero esta argumentación se mostró inconsistente por el hecho de que los japoneses residentes en Hawaii no fueron internados en masa. Y eso que Hawaii estaba en un peligro de invasión mucho mayor que la costa oeste americana. La población de la isla de Hawaii estaba constituida en un 38% por japoneses, en comparación con el 1% que suponían de toda la población de California… La evacuación establecida teóricamente contra sabotajes y espías, alcanzó e incluyó a bebés huérfanos, niños adoptados y aún a ancianos e impedidos. Los niños mestizos, también eran internados. El coronel Karl Bendetsen, que dirigía la operación, declaró: «Si tienen una sola gota de sangre japonesa irán a los campos de concentración.  Esa es mi determinación»”.
  
El gobierno de Estados Unidos, con el apoyo de las agencias de prensa, se refería a estos campos con eufemismos tales como “campos de reasentamiento” o “asilos para refugiados”, a fin de mostrar que poco y nada tenían que ver con los campos de concentración alemanes en Europa. No obstante, Weber cita a William Denman, juez jefe de la Novena Corte de Apelación, quien describió así el Campo de Lago Thule: “Las alambradas de espino rodeaban a las 18.000 personas, igual que en los campos de concentración alemanes. Había las mismas torretas, con las mismas ametralladoras, destinadas para aquellos que intentaran escalar las altas alambradas.  Los barracones estaban cubiertos por cartón alquitranado y esto teniendo en cuenta las bajas temperaturas invernales de Lago Thule. Ninguna penitenciaría del Estado trataría así a un penado adulto y allí había niños y recién nacidos. Llegar a las letrinas, situadas en el centro del campo, significaba dejar las chozas y caminar bajo la nieve y la lluvia. Una vez más el tratamiento era peor que en cualquier cárcel, sin diferenciar, además, a niños o enfermos. Por si fuera poco, las 18.000 personas estaban hacinadas en barracones de una sola planta. En las celdas de las penitenciarías estatales jamás hubo tales aglomeraciones”.
  
En el control del campo de Lago Thule, el ejército utilizó seis vehículos blindados y un batallón de policías militares compuesto por 31 oficiales y 899 suboficiales y soldados; otros campos contaban con cercas electrificadas.
  
Agrega Weber que: “Se disparó contra cientos de internados, sufriendo muchos de ellos heridas.  Ocho murieron por arma de fuego. En otras ocasiones los japoneses fueron golpeados brutalmente sin razón alguna. En el Campo de Lago Thule los guardianes tenían a gala el golpear a los detenidos con bastones de base-ball. Cuando los japoneses del campo californiano de Manzanar se manifestaron contra las condiciones de vida, los soldados arrojaron botes de humo y a continuación abrieron fuego. Un internado murió en el acto y otro más tarde. Otros nueve fueron gravemente heridos.  Hubo japoneses que, desesperados, se suicidaron. Otros murieron a causa de las paupérrimas condiciones de vida”.
  
Recuerda el autor que: “Uno de los aspectos más significativos de esta represión racista es el hecho de que no fue protagonizada por una «clique» de fascistas y militares de extrema derecha, sino que —por el contrario— fue propagada, justificada y administrada por hombres bien conocidos por su apoyo al liberalismo y la democracia”.
  
El historiador americano, profesor James J. Martin, calificó el programa de evacuación como una “transgresión de los derechos humanos tan importante como para ridiculizar a todas las violaciones de los derechos humanos ocurridas desde el comienzo de los Estados Unidos hasta hoy”. Agrega Weber que “Roosevelt autorizó, apoyó y mantuvo una acción que sabía racista y descaradamente anticonstitucional.  Pero este no es sino otro ejemplo de la enorme hipocresía con que siempre se condujo”.
  
El gobierno americano presionó fuertemente sobre las naciones de Latinoamérica a fin de que detuvieran a ciudadanos de origen japonés y los remitieran a los campos de Estados Unidos. Salvo los casos de Chile y Argentina, los restantes países acataron la propuesta.  Perú, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, entre otros, enviaron a miles de personas a los campos de Estados Unidos e, incluso, a los que se habían abierto en Panamá a esos efectos. Muchos de los internados compulsivamente eran descendientes de japoneses que jamás habían estado en Japón.
  
Las acciones judiciales intentadas por japoneses o descendientes de estos encontraron una infranqueable valla en la Corte de Estados Unidos que en los casos Hirabayashi (1943) y Korematsu (1944), convalidó el régimen de internación dispuesto por el ejecutivo americano.
  
La comparación con los campos alemanes es inevitable. Recuerda Weber que: “En los juicios de Nüremberg los abogados defensores alemanes comparaban la evacuación de los judíos de Europa con la deportación de los japoneses de la costa oeste americana. En ambos casos las deportaciones estaban justificadas —según las autoridades de cada país— por «necesidades militares». Los abogados defensores citaron los fallos del Tribunal Supremo norteamericano en los casos Hirabayashi y Korematsu. En el fallo del primero se hacía constar que la decisión estaba basada «en el reconocimiento de hechos y circunstancias que indican que un grupo de una extracción determinada puede amenazar la seguridad nacional más que otros».  Los alemanes tuvieron, si se piensa,  razones mucho mayores para internar a los judíos europeos, Los japoneses fueron deportados bajo la sospecha de lo que podían llegar a hacer: ni un solo japonés fue realmente acusado de un caso probado de sabotaje o espionaje.  Pero miles de judíos de toda Europa formaban parte, como reconocen todos los historiadores y proclaman con orgullo los judíos, de los movimientos de resistencia.  Y habían cometido incontables delitos tipificados, como asesinato, incendio, robo y destrucción, antes de que los alemanes iniciaran la evacuación”.
  
Por lo demás, debe tenerse en cuenta que en marzo de  1933 —mucho antes de que comenzaran las deportaciones—, los judíos declararon la guerra a Alemania.  En su edición del 24 de marzo de ese año, el “Daily Express” expresaba en grandes titulares: “Judea Declares War On Germany – Jews Of All The World Unite In Action”.  Asimismo, al tiempo de empezar a hablarse de los resarcimientos económicos que el pueblo alemán debía pagar a los damnificados, una vez finalizada la guerra, se puso especial énfasis en que fue el primer “Estado” que declaró la guerra a la Alemania nacionalsocialista y exigieron que así los considere el mundo: como el “Estado de Israel”.  A mayor abundamiento, el 5 de septiembre de 1939, Chaim Weizman, presidente de la Organización Sionista y de la Agencia Judía, vuelve a declarar la guerra a Alemania en nombre de los judíos del mundo entero y se pone a disposición de Inglaterra.
  
Cita Weber a Tom Clark, jefe de gabinete civil del Mando Oeste de Defensa y enlace con el Departamento de Justicia, que más tarde participaría en los juicios de Nüremberg, para luego ser designado Procurador General de los Estados Unidos y finalmente, miembro de la Corte Suprema americana.  Este funcionario formula, en 1966, una apretada autocrítica muy adecuada a este estudio: “Sin duda he cometido errores en mi vida, pero hay dos que públicamente reconozco y deploro: uno es mi intervención en la evacuación de los japoneses de California: la otra es el juicio de Nüremberg”.
  
Carlos García
        

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fue uno de los personajes más siniestros de la historia de EEUU.