domingo, 8 de marzo de 2009

Reflexiones cuaresmales


LA LIMOSNA

¿Qué podremos imaginarnos más consolador para un cristiano que tuvo la desgracia de pecar, que el hallar un medio tan fácil de satisfacer a la justicia de Dios por sus pecados? Jesucristo, nuestro Divino Salvador, sólo piensa en nuestra felicidad, y no ha despreciado ningún medio para proporcionárnosla. Por la limosna podemos fácilmente rescatarnos de la esclavitud de los pecados y atraer sobre nosotros y sobre todas nuestras cosas las más abundantes bendiciones del cielo; mejor dicho, por la limosna podemos librarnos de caer en las penas eternas. ¡Cuán bueno es un Dios que con tan poca cosa se contenta!

De haberlo querido Dios, todos seríamos iguales. Mas no fue así, pues previó que, por nuestra soberbia, nos habríamos resistido a someternos unos a otros. Por esto puso en el mundo ricos y pobres, para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas. Los pobres se salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con resignación el auxilio de los ricos. Los ricos, por su parte, hallarán modo de satisfacer por sus pecados, teniendo compasión de los pobres y aliviándolos en lo posible.

Ya ven, pues, cómo de esta manera todos nos podemos salvar. Si es un deber de los pobres sufrir pacientemente la indigencia e implorar con humildad el socorro de los ricos, es también un deber indispensable de los ricos dar limosna a los pobres, sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ya que de tal cumplimiento depende su salvación. Pero será muy aborrecible a los ojos de Dios aquel que ve sufrir a su hermano, y, pudiendo aliviarlo, no lo hiciera.

Para animarlos a dar limosna, siempre que sus posibilidades lo permitan, y a darla con pura intención solamente por Dios, voy ahora a mostrarles cuán poderosa es la limosna ante Dios para alcanzar cuanto deseamos, cómo la limosna libra, a los que la hacen, del temor del juicio final, y cuán ingratos somos al mostrarnos ásperos para con los pobres, ya que, al despreciarlos, es al mismo Jesucristo a quien menospreciamos.


Bajo cualquier aspecto que consideremos la limosna, ella es de un valor tan grande que resulta imposible que comprendamos todo su mérito; solamente el día del Juicio Final llegaremos a conocer todo su valor. Si quieren saber la razón de esto, aquí la tienen: podemos decir que la limosna sobrepuja a todas las demás buenas acciones, porque una persona caritativa posee ordinariamente todas las demás virtudes.

Leemos en la Sagrada Escritura que el Señor dijo al profeta Isaías: “Vete a decir a mi pueblo que me han irritado tanto sus crímenes que no estoy dispuesto a soportarlos por más tiempo: voy a castigarlos perdiéndolos para siempre jamás”. Se presentó el profeta en medio de aquel pueblo reunido en asamblea, y dijo: “Escucha, pueblo ingrato y rebelde, he aquí lo que dice el Señor tu Dios: Tus crímenes han excitado de tal manera mi furor contra tus hijos, que mis manos están llenas de rayos para aplastarlos y perderlos para siempre. Ya ven, les dice Isaías, que se hallan sin saber a dónde recurrir; en vano elevarán al Señor vuestras oraciones, pues Él se tapará los oídos para no escucharlas; en vano llorarán, en vano ayunarán, en vano cubrirán de ceniza vuestras cabezas, pues Él no volverá a vosotros sus ojos; si los mira, será en todo caso para destruirlos. Sin embargo, en medio de tantos males como los afligen, oigan de mis labios un consejo: seguirlo, será de gran eficacia para ablandar el corazón del Señor, de tal suerte que podrán en alguna manera forzarlo a ser misericordioso con ustedes. Vean lo que deben hacer: den una parte de sus bienes a sus hermanos indigentes; den pan al que tiene hambre, vestido al que está desnudo, y verán cómo súbitamente va a cambiarse la sentencia pronunciada contra ustedes”.

En efecto, en cuanto hubieron comenzado a poner en práctica lo que el profeta les aconsejara, el Señor llamó a Isaías, y le dijo: “Profeta, ve a decir a los de mi pueblo, que me han vencido, que la caridad ejercida con sus hermanos ha sido más potente que mi cólera. Diles que los perdono y que les prometo mi amistad”.

Oh, hermosa virtud de la caridad, ¿eres poderosa hasta para doblegar la justicia de Dios? Mas ¡ay! ¡cuán desconocida eres por la mayor parte de los cristianos de nuestros días! Y ello, ¿a qué se debe? Proviene de que estamos demasiado aferrados a la tierra, solamente pensamos en la tierra, como si sólo viviésemos para este mundo y hubiésemos perdido de vista, y no los apreciásemos en lo que valen, los bienes del cielo.
Vemos también que los Santos la estimaron hasta tal punto la caridad para con los demás, que tuvieron por imposible salvarse sin ella.

En primer término les diré que Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, la practicó hasta lo sumo. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el colmo del dolor, fue porque a ello lo llevó la caridad para con nosotros. Viéndonos totalmente perdidos, su caridad le condujo a realizar todo cuanto realizó, a fin de salvarnos del abismo de males eternos en que nos precipitara el pecado. Durante el tiempo que moró en la tierra, vemos su corazón tan abrasado de caridad, que, al hallarse en presencia de enfermos, muertos, débiles o necesitados, no podía pasar sin aliviarlos o socorrerlos.

Y aún iba más lejos: movido por su inclinación hacia los desgraciados, llegaba hasta el punto de realizar en su provecho grandes milagros. Un día, al ver que los que lo seguían para oír sus predicaciones estaban sin alimentos, con cinco panes y algunos peces alimentó, hasta saciarlos, a cuatro mil hombres sin contar a los niños y a las mujeres; otro día alimentó cinco mil. No se detuvo aún allí. Para mostrarles cuánto se interesaba por sus necesidades, se dirigió a sus apóstoles, diciendo con el mayor afecto y ternura: “Tengo compasión de ese pueblo que tantas muestras de adhesión me manifiesta; no puedo resistir más: voy a obrar un milagro para socorrerlos. Temo que, si los despido sin darles de comer, van a morir de hambre por el camino. Hagan que se sienten; distribuyan estas pocas provisiones; mi poder suplirá a su insuficiencia” (San Mateo, XVI, 32-38). Quedó tan contento con poderlos aliviar, que llegó a olvidarse de sí mismo (…)

Leemos en la Sagrada Escritura que Tobías, santo varón que había sido desterrado de su tierra por causa de la cautividad de Siria, ponía el colmo de su gozo en practicar la caridad para con los desgraciados. Cuando creyó llegado el fin de su vida, llamó a su hijo junto al lecho de muerte: “Hijo mío, le dijo, creo que dentro de poco el Señor va a llevarme de este mundo. Antes de morir tengo que recomendarte una cosa de gran importancia. Prométeme, hijo mío, que la observarás. Da limosna todos los días de tu vida; no desvíes jamás tu vista de los pobres. Haz limosna según la medida de tus posibilidades. Si tienes mucho, da mucho, si tienes poco, da poco, pero pon siempre el corazón en tus dádivas y da además con alegría. Con ello acumularás grandes tesoros para el día del Señor. No olvides jamás que la limosna borra nuestros pecados y preserva de caer en otros muchos. El Señor ha prometido que un alma caritativa no caerá en las tinieblas del infierno, donde no hay ya lugar para la misericordia. No, hijo mío, no desprecies jamás a los pobres, ni tengas tratos con los que los menosprecian, pues el Señor te perdería. La casa, le dijo, del que da limosna, pone sus cimientos sobre la dura piedra que no se derrumbará nunca, mientras que la del que se resiste a dar limosnas será una casa que caerá por la debilidad de sus cimientos”; con lo cual nos quiere manifestar que una casa caritativa jamás será pobre: por el contrario, que aquellos que son duros para con los indigentes, perecerán junto con sus bienes.

Sermón del Santo Cura de Ars

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