jueves, 26 de marzo de 2009

Cinematográficas


CLINT EASTWOOD:
ESA VIEJA VÍBORA

Gran Torino, 2008
Director: Clint Eastwood.
Guión: Nick Schenk, Dave Johannson.
Intérpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her.

A primera vista, esta es una excelente película.

A segunda vista, es una película muy anticatólica.

“La primera impresión es la que cuenta”, decía una vieja publicidad de algo. Es una falacia. Y esta película, si nos enseña algo —y eso lo destacamos— es que hay que hurgar un poco más a fondo para conocer algunas cosas, aunque, tratándose de cine, todo está a la vista. Se trata, entonces, de prestar un poco de atención.

La película está muy bien escrita, pero eso no debe sorprendernos, los norteamericanos tienen una larga escuela y aun los desconocidos o debutantes saben lo que deben hacer, eso está en los manuales. Están las simetrías que pautan el relato, la perfecta exposición, el clímax cuando debe estar, la perfecta progresión dramática, la buena inclusión de los personajes secundarios, los momentos de humor en su debido lugar, cada cosa en su sitio. Eastwood, en tanto director, sabe bien dónde poner la cámara, cuándo hacer el corte, cuándo hacer mover a los actores y cómo deben actuar. Eso tampoco es novedad. Se le llama oficio y buen ojo. El problema es muy otro. Se llama “filosofía de vida” o cómo vivir según una moral de repuesto, para cumplir la cual es innecesaria la Iglesia Católica. Más aún: la salvación no puede darla la Iglesia Católica, nos dice Eastwood. Y lo dice de una manera tan inteligente cuanto engañosa. Pero quienes seguimos desde hace tiempo los derroteros de su carrera hemos comprendido hace mucho tiempo que se trata de alguien políticamente muy correcto.

La película abre con una escena atrapante, en especial para nosotros los católicos. Un viejo señor norteamericano de origen polaco, Walt Kowalski (Eastwood), de pie en una iglesia católica, junto al ataúd donde yace su difunta esposa. Una ceremonia religiosa a la que asisten los deudos, la mayoría de los cuales, entre ellos los dos hijos de Kowalski, nueras y nietos, en actitud irrespetuosa y provocativa, con ropas indecentes para una ocasión semejante y en especial para estar dentro de una iglesia. Esto provoca la ira despreciativa del viejo Walt. El sacerdote, jovencísimo, da un sermón oportuno para la ocasión, aunque no elige las mejores palabras, por cierto. Sus palabras son cortadas enseguida porque, al parecer, para el tema de la película no interesan demasiado.

Esta primera escena, entonces, nos presenta a un personaje aparentemente “conservador” o “tradicional”. La segunda escena, la recepción en la casa tras el entierro —que no se muestra— el personaje de Kowalski se nos manifiesta aun más “simpático” en su soledad, incomprendido por sus hijos, nietos, etc., para quienes sería un “ultraconservador”, “rígido”, “anticuado”, “viejo vinagre”, etc. La cosa se empieza a complicar cuando aparece el cura (un curita joven inexperto y sin carisma). Ahí ya Kowalski declara con acritud, diríase odio —acentuado seguramente por la situación que le toca atravesar— que no cree en la Iglesia ni en los curas ni en confesiones, pues para eso lo va a ver el cura, porque la difunta esposa le hizo prometer que lo haría confesarse. Afirma además que sólo iba a la iglesia por la esposa. De allí en más, entonces, no volverá.

Pero atención: no criticamos al personaje ni a la película por esta escena, sino por cómo Eastwood plantea aquí un problema que finalmente no resuelve, antes bien, simula cerrarlo cuando en realidad su personaje no se reconcilia con la Iglesia Católica. Sí encontramos un notable ejemplo en la esposa fallecida, ejemplo ante el que Kowalski no reflexiona ni toma por guía de su vida.

Pero tratemos de definir mejor lo que es Kowalski, de acuerdo a como Eastwood nos lo presenta.

Kowalski puede ser tildado de “conservador”, en tanto deplora los cambios que para peor se han producido en su barrio, y por ende en su país. Prefiere los viejos autos “americanos” a los nuevos vehículos japoneses, y el hecho de haber trabajado durante muchos años en Ford, haber combatido en Corea, y tener una inmaculada bandera de los Estados Unidos en el porche de su casa, no hacen más que reafirmar este carácter de alguien que vive según ciertas pautas culturales que se niegan a morir. En ese sentido Kowalski vive según una tradición, pero una tradición cultural osificada y limitada a valores que no pueden ser transmisibles sin perder algo a cambio, sin tener que ponerse al día.

Pero la tradición de Kowalski, con ser algo conforme a unas reglas morales claras, es una tradición más muerta que viva. Lo que no se dice es porqué está más muerta que viva, como el barrio venido a menos o como las relaciones entre los vecinos, o como la misma iglesia. Es una tradición que se muere porque no está revitalizada por la Religión. Al decaer la moral decaen las costumbres, la convivencia y todo lo demás. Pero para ello antes debió decaer la Religión Católica.

Kowalski, como un norteamericano típico, es afecto a la cerveza, el béisbol y los autos. Con sus amigos sólo pueden decirse chistes o hablar chabacanamente, (caso peluquero, caso constructor). Siendo así, se comprende cómo le han salido los hijos. Diríase que Kowalski no es capaz de entender qué hizo mal para que sus hijos se hayan convertido en “Los Simpsons”. La primera respuesta que se nos ocurre es la religiosa, después vienen todas las demás.

Pero además, la vida de Walt se ha vuelto amarga porque no deja de mirar al pasado y todo lo que perdió. No tiene una mirada hacia el futuro ni, mucho menos, sobrenatural. Kowalski extraña a su vecino también polaco (en esa casa de al lado viven ahora los “chinos”); extraña a su viejo médico el Dr. Feldman (ahora lo atiende una doctora “china” llamada “Chu”). Pero no extraña a su viejo sacerdote, porque nunca —a pesar de ser católico— ha practicado la religión. Kowalski es más americano que católico.

Kowalski tiene ojo para ver cada signo o detalle de irrespetuosidad o irreverencia: la nieta mostrando el ombligo con un aro; el persignarse en broma del nieto; el cigarrillo tirado en su garaje; el auto japonés del hijo, etc. Sin embargo, no le llama la atención, no le molesta y no le protesta al sacerdote porque éste se presente en su casa y vaya a todos lados sin su clergyman (creemos que lo hace así porque la primera vez que se encontró con Kowalski, mostrándose con su clergyman, aquel lo echó), sino vestido como cualquiera. No se fija en ello porque no le molesta. No le molesta porque, como ya lo dijo, sólo iba a la iglesia por su esposa. No es un católico “practicante”, por eso mismo, tampoco un católico “pensante”. Le da lo mismo cómo vista el cura. Si Kowalski lo maltrata es porque se trata de un cura, no porque no lleve el debido atuendo. Kowalski no le da a entender que “con el Padre Sánchez Abelenda estábamos mejor” (pongo un ejemplo), sino que da a entender que “puedo pasarme sin los curas, así que déjenme en paz”.

El curita —que, repetimos, aparece siempre vestido “de civil”— aparece dos o tres veces en su casa y una vez hasta en un bar, para intentar convencerlo de que se confiese, porque “se lo prometí a su esposa”. Pero Walt siempre lo echa, tratándolo de forma irreverente y despreciativa. De golpe, el cura desaparece de la trama, ocurriendo entonces lo más jugoso del film, el nacimiento, desarrollo y consolidación de la relación de Walt con sus vecinos orientales “hmong”. Estupendo segmento del film donde se muestran las diferencias culturales —que son posibles de vencer—, la decadencia del vecindario, las distintas pandillas que lo asolan y el enclaustramiento de Kowalski en lo que parece ser un mundo perimido. La persistencia y terquedad de Walt están simbolizados en su lujoso y bien cuidado auto, el Gran Torino 1972. Pero eso lo veremos más adelante.

El cura desaparece de la película y vuelve a aparecer cerca del final, después de que han ametrallado la casa de los vecinos de Walt. La única finalidad de esa escena entre el sacerdote y Kowalski es mostrar que el cura está desorientado y no tiene ninguna respuesta, sólo atina a decir desconsolado —y con una lata de cerveza en la mano, detalle importante, ya asimilado al mundo de Kowalski, que se la pasa toda la película con lata de cerveza en la mano, cual Homero Simpson y, al parecer la mayoría de los (norte)americanos— sólo puede decir el cura ante lo que ha pasado que “no es justo”. Téngase en cuenta, además, que en el segundo o tercer encuentro con Kowalski el cura le dijo que él “trabajaba” con estas pandillas, supuestamente para “contenerlas” o “incluirlas” (palabra de moda, “inclusión social”), difícilmente para convertirlos, ¿a qué, si él no se anima a ser la imagen de la Iglesia Católica?

Tenemos que Walt Kowalski es un viejo gruñón y conservador, en el fondo de buen corazón, excepto cuando se trata de tener relación con la iglesia (bueno, tampoco se lleva bien con los negros, a los cuales, en la única escena en que éstos aparecen, los llama gorilas). Esto se debe a que guarda una culpa secreta y no vive en paz. El cura le habla en un momento —sin mucha convicción— de la confesión y de alcanzar por su medio la paz del corazón, pero no resulta convincente para Kowalski –ni para el espectador.

Cuando el cura, tras una pelea en la que intervino Kowalski, le pregunta por qué no llamó a la policía, Kowalski le responde sarcásticamente: “Recé porque aparecieran, pero nadie apareció”. Desde luego que Kowalski no cree en los rezos ni, digámoslo, se comporta nunca como si creyera en Dios.

El tema de la confesión es un gancho que hace avanzar la historia generando interés, porque desde el momento en que tres veces se insiste con el tema, sabemos que cerca del final Kowalski habrá de confesarse. Pero...

Walt no niega la Ley Moral, al contrario. Una escena excelente muestra cómo unos jóvenes orientales se burlan de una vecina, y cómo luego su joven vecino Thao se comporta de manera opuesta. Pero, en el caso de Kowalski, una violación voluntaria de su parte (en la guerra de Corea) le ha quitado la paz, lo perturba interiormente y lo vuelve malhumorado y agresivo con todo el mundo. Tiene una culpabilidad reprimida que le será revelada por un “shaman” hmong en la primera vez que lo vea. Ahí Kowalski se da cuenta que ese oriental lo conoce mejor que su propia familia.

Se entiende entonces que una gran motivo para esa forma de ser de Kowalski es ese pecado inconfesado que debe expiar. Y esto nos lleva a la escena más importante de la película, que es además la peor de todas, la escena de su confesión.

Kowalski no se va a confesar porque esté arrepentido de haber ofendido a Dios, ni porque crea que allí puede alcanzar la paz. No cree en la eficacia de los Sacramentos. Lo va a hacer antes de la escena final (donde sabe cómo va a terminar) porque eso es lo que quería su esposa. La escena es tremendamente fea por varias razones. Primero, la actitud del cura, que tras haberle insistido varias veces para que lo haga, ahora pareciera no querer recibirlo. Toma la confesión como un simple trámite, falto de comprensión, tacto y afecto para con el pecador. Kowalski, por su parte, no habiéndose confesado “desde hace siglos”, como le contesta ante la usual pregunta, tampoco sabe cómo confesarse, pero el que lleva el peso de la mala escena es el cura (de hecho, la cámara se queda siempre de su lado). Finalmente, tal vez porque el cura (que no cura nada) no lo ha sabido llevar, Kowalski deja un pecado mortal sin confesar (uno notorio, porque evidentemente deben haber muchos más). Cuando sale intercambia unas palabras con el cura, a quien le dice, entre la provocación y la ironía —sabiendo además que lo anima un deseo secreto— que ha encontrado la paz. Sabemos que no es así. Kowalski, tras ese “trámite”, se siente tranquilo más que nada porque ha cumplido lo que su esposa quería. Pero, de las ofensas contra Dios —que de eso se trata el pecado— nada. El pecado se toma como ofensa ante el hombre, no ante Dios.

La siguiente escena completa el asunto “confesión”. Nótese bien que Kowalski le confiesa ese su pecado, haber matado a un soldado coreano que quería rendirse, a su vecino Thao. Y lo hace en escena simétrica con la del confesionario: Kowalski de un lado, Thao encerrado en el sótano, y en el medio una rejilla, como la del confesionario que separaba a Kowalski del cura. La cámara esta vez del lado de Kowalski, que domina la escena. Tras esa “confesión”, debe ahora pagar por sus pecados, “inmolándose” en la siguiente escena.

Lo que hace Kowalski en el final NO ES un martirio, desde ya. Kowalski incita, provoca, convida a los pandilleros a que lo maten, simulando sacar una pistola. Los engaña, como engaña a los espectadores que, teniendo en cuenta que anteriormente (en la escena con los negros) hizo el mismo gesto, ahora habrá de repetirlo. En definitiva, es una incitación al pecado de los otros, para obtener así un bien mayor. Una vez más, “el fin justifica los medios”. De paso, Kowalski, que tiene una enfermedad terminal y sabe le queda poco tiempo de vida, se ahorra sufrimientos y soledad. Así mata dos pájaros de un tiro (o, si se quiere, sin tirar un solo tiro).

Una vez más constatamos los argumentos retorcidos con que el cine norteamericano viene a usurpar la sencillez evangélica, los caminos de la redención y la expiación. Luego de muerto se nos muestra a Kowalski tirado en el piso con los brazos en cruz, pero cabeza para abajo, en una cruz invertida. ¿Por qué se hace esto, acaso para imitar a San Pedro? ¡Vamos! ¿Quién le ha soplado esa ubicación de la cámara a Eastwood? Y que no se nos diga que antes de sacar su encendedor del bolsillo, Kowalski empieza a recitar un Avemaría, porque eso se usa precisamente para justificar ese “sacrificio” salvador del personaje. Insistimos: ¿Por qué se muestra al personaje formando una cruz invertida?

La película no está “contra los luteranos”, como escribió alguien, sino al contrario. Cuando la chica dice que por culpa de los luteranos fueron a parar allí, está diciendo que gracias a ellos pudieron escapar de los comunistas vietnamitas. Cuando Eastwood le responde “la culpa de todo la tienen los luteranos”, lo hace en broma. Como católico ya vemos que no le interesa ningún aspecto de la religión. Pero, personalmente, Eastwood siempre se manifestó cercano a los luteranos. Por ejemplo, en su filme “Poder absoluto” (1997), el personaje que interpreta se llama Luther, y se deja bien en claro que está a favor del “ojo por ojo, diente por diente” veterotestamentario. Acá intenta esa solución amenazando a uno de los pandilleros, pero se da cuenta de que ya no puede hacer las cosas de esa manera, por lo que opta por (siendo el personaje un polaco y, por lo tanto, “católico”), una especie de sacrificio que lo arregle todo. Ya vimos que si es noble el deseo de sacrificarse por los demás, no lo es la metodología usada. Se pone en el lugar de Dios para provocar él mismo la escena de su martirio, montando hasta los últimos detalles: corte de pelo, ropa nueva, el encendedor de Corea en la mano.

Hay también una autorreferencia de Eastwood a su personaje de Harry Callahan, quien solía hacerles un truquito (o una pregunta) a los criminales antes de matarlos. Con este final desmonta ese acto, demostrando que ya está viejo para jugar a ser esa clase de héroe. Creo que se acordó un poco tarde, diría que unos treinta años tarde.

Aclaración necesaria: no es que descreamos que el mundo católico que muestra Eastwood no sea así, ¡al contrario! Lo he padecido personalmente, antes de mi descubrimiento de la Tradición católica, y puedo decir lo que se sufre confesarse ante semejantes sacerdotes hueros de sapiencia o caridad (tanto jóvenes como viejos, lo mismo da, aunque, aparentemente, a los viejos les molesta confesarse con curas muy jóvenes y, a los jóvenes, con curas muy viejos). El estado calamitoso en que se encuentra la Iglesia da como resultado que curas como el de la película —bienintencionados pero torpes e ineficaces— sean legión. Pero Eastwood no critica esto desde el lugar del católico que quiere recuperar la verdadera religión. Su mirada no es católica. Eastwood no le muestra al espectador de cine la Iglesia modernista o “conciliar”, sino que le muestra lo que para él es la Iglesia Católica sin más, a secas, sin otra alternativa. Por eso el personaje Kowalski no le dice en ningún momento al cura que extraña la Iglesia de antes, la misa en latín, etc. Kowalski no extraña nada, Eastwood desacredita la eficacia santificadora del Sacramento de la Confesión, y dice que las soluciones pueden venir de unos vecinos paganos que portan otra tradición más eficaz. No hay para Eastwood —nunca la hubo en su cine— una mirada trascendente. Los personajes actúan por las suyas, sin la gracia de Dios, sin recurrir a la oración, obsesionados por la idea de hacer justicia (tal vez por eso pone en boca del cura esa línea de diálogo que antes cité). Y al final de sus filmes la justicia siempre vence sobre la tierra, con moño y todo, por la sola voluntad humana.

El auto de lujo es una imagen del mismo Kowalski, de cómo hubiera querido que todo permaneciese. Pero a uno le da que pensar que si ha pasado tanto tiempo dedicándose a pulir, arreglar y contemplar su brilloso auto esto nunca le dejó tiempo para educar como debía a sus hijos (es cierto, esto lo dice en su confesión, aunque no mete al auto de por medio). El auto es una especie de fetiche, aunque comprende hacia el final que debe pasarle la posta a su protegido Thao. Al prestarle el auto le estaría suministrando su universo con su forma de ver las cosas, a la vez que una personalidad.

Pero el auto pudo haber tenido un significado mejor, si Kowalski hubiera comprendido que era sólo una “cosa”, a la cual era posible sacrificarla. Por ejemplo: entregarlo a los pandilleros a cambio de la libertad de Thao, lo cual posiblemente debió ocurrírsele después del castigo que aquellos le infligieron al adolescente. En vez, la primera reacción de Kowalski es la paliza a un pandillero y la amenaza, lo cual traerá una serie de consecuencias peores, como el mismo Kowalski comprenderá.

Finalmente, el auto viene a ser una continuación de la vida del propio Kowalski en su heredero, para el cual, esa posesión será, además de un “tener”, un “ser”. Es una manera inteligente de utilizar un símbolo en un film inteligente y muy entretenido, pero, por lo que se ve, que vuela muy bajito, por entre las cosas de este mundo que resuelve de manera caprichosa para que el fácil esquema cierre perfectamente. Esto no es nuevo en los films de Eastwood, cuyo simple esquematismo encaja de tal manera que nunca deja ningún resquicio para el misterio. Por lo tanto, para Dios.

Lo que sí parece ser nuevo es el apoyo que este film ha obtenido de quienes creen ver un catolicismo en ciernes en quien ha demostrado palmariamente ser un director —como lo dije al principio— política y cinematográficamente correcto. Ahí están desde “Cazador blanco, corazón negro” y su héroe vividor para quien el único demonio es Hitler; su “Un mundo perfecto” y la reivindicación del anarquismo; su “Los puentes de Madison” y su melosa apología del adulterio más la “romántica” cremación de los cadáveres; su “Medianoche en el jardín del bien y el mal” y su encantamiento con el travestismo; su “Poder absoluto” y su visión simplista de la política; su “Deuda de sangre” y su vanidoso autoexhibicionismo; su “Jinetes en el espacio” y su humor chabacano y obsceno (como en esta película de ahora); su “La bandera de nuestros padres” y su negación del arquetipo del Héroe; su “Million Dollar Baby” y su fervor por el boxeo femenino y la eutanasia. En fin, films todos donde su mirada constante sobre el poder está enunciada desde el voluntarismo individualista rejuntado con el hedonismo de un actor que nunca ha dejado de lado esa cosa tan vergonzosa de tener que ser una y otra vez un “héroe”, pero donde se es tal porque se es un “rebelde”, eso sí, oscarizado.

Flavio Mateos


El de la izquierda es el cura. A Eastwood el estado actual de la Iglesia no lo entristece, antes le divierte.

1 comentario:

CHESTERTON dijo...

Harry hubiese asesinado a los bárbaros.
Walt se deja matar por sus amigos.
Enfrenta a la muerte, para salvarlos (en este caso, para evitarles la cárcel por homicidio ante la sed de venganza)


Esto no es aristótelico, hegeliano o nietzscheano, es cristiano.

Clint se redimio se sus viejos traspiés a lo largo de su filmografía, no esta mal.

Saludos!

G. K.