domingo, 8 de febrero de 2009

Lecturas dominicales


EL TIEMPO DE
SEPTUAGÉSIMA


Se han esfumado lejos de nosotros las alegrías navideñas. Apenas hemos podido disfrutar cuarenta días el gozo que nos trajo el nacimiento del Emmanuel. Ya se oscurece el cielo de la Iglesia y pronto aparecerá cubierto de celajes todavía más sombríos.

¿Se ha perdido, por ventura, para siempre el Mesías aguardado en la esperanza durante las semanas de Adviento? ¿Ha desviado, acaso, el Sol de Justicia su trayectoria lejos de la tierra culpable?


COMUNIÓN EN LA PASIÓN DE CRISTO

Soseguémonos. El Hijo de Dios, el Hijo de María, no nos desampara. Si el Verbo se hizo carne, fue para habitar entre nosotros. Una gloria mayor que la del nacimiento entre los conciertos angélicos, le está reservada, y debemos participar con Cristo de ella. Pero ha de conquistarla con muchos padecimientos y no la logrará sin la más cruel y afrentosa muerte; si queremos participar del triunfo de su Resurrección, hemos de seguirlo en la vía dolorosa, regada con sus lágrimas y teñida con su sangre.

Pronto hará oír su voz la Iglesia invitándonos a la penitencia cuaresmal; pero antes quiere que en la rápida carrera de tres semanas de preparación a ese bautismo trabajoso, nos detengamos a sondear las profundas heridas infligidas a nuestras almas por el pecado. No hay, sin duda, cosa alguna que pueda parangonarse con la lindeza y dulzura del Niño de Belén; pero sus lecciones de humildad y sencillez, no bastan ya a las necesidades de nuestras almas. Ya se levanta el altar en que será inmolada esta víctima de la más tremenda justicia. Por nosotros es por quienes ha de expiar; urge el tiempo de exigirnos cuentas a nosotros mismos de las obligaciones contraídas con Aquel que se apresta a sacrificar al inocente por los culpables.


OBRA DE PURIFICACIÓN

El misterio de un Dios que se digna hacerse carne por los hombres nos franqueó la pista de la vía iluminativa. Pero todavía nuestros ojos están invitados a contemplar una luz más viva. No se altere, pues, nuestro corazón; las esplendideces de Navidad será sobrepujadas el día de la victoria del Emmanuel.

Mas deben purificarse nuestros ojos si quieren contemplarlas, escudriñando sin remilgos los abismos de nuestras miserias. No nos escatimará Dios su luz para llevar al cabo esta obra de justicia; y si llegamos a conocernos a nosotros mismos, a conocer cabalmente cuán profunda es la caída original, a justipreciar la malicia de nuestras faltas personales, a comprender, en cierto grado al menos, la misericordia inmensa del Señor para con nosotros, estaremos entonces preparados a las expiaciones saludables que nos aguardan y a los goces inefables que han de seguirlas.

El tiempo en que entramos está, pues, consagrado a los más serios pensamientos, y no acertaremos a expresar más adecuadamente los sentimientos que la Iglesia espera del cristiano en esta parte del año, que traduciendo aquí algunos pasos de la exhortación elocuente que en el siglo XI dirigía el gran Ivo de Chartres a su pueblo al empezar la Septuagésima: “Ha dicho el Apóstol: «Toda criatura gime y está de parto hasta ahora. También nosotros, que tenemos las primicias del espíritu, gemimos esperando la adopción de hijos de Dios y la redención de nuestro cuerpo» (Romanos, VIII, 22). Esta criatura gemebunda es el alma secuestrada de la corrupción del pecado; deplora verse aún sujeta a tantas vanidades, padece dolores de parto mientras está alejada de la patria. Es el lamento del salmista: «¡Ay!, ¿por qué se prolonga mi destierro?» (Salmo 119). El mismo Apóstol que había recibido el Espíritu Santo, siendo uno de los primeros miembros de la Iglesia, en sus ansias de recibir efectivamente la adopción de hijos que en esperanza ya poseía, exclamaba: «Quisiera morir y estar con Jesucristo» (Filipenses, 1, 23). Debemos, por tanto, más que en otros tiempos, dedicarnos a gemir y llorar, para merecer, por la amargura y lamentos de nuestro corazón, volver a la patria de donde nos desterraron los goces que acarrean la muerte. Lloremos, pues, durante el viaje para regocijarnos en el término; corramos el estadio de la presente vida de modo que alcancemos al fin el galardón del llamamiento celestial. No seamos de esos insensatos viandantes que se olvidan de su patria, se aficionan en la tierra del destierro y se quedan en el camino. No seamos de esos enfermos insensibles que no aciertan a buscar el remedio de sus dolencias. No hay esperanza de vida para aquel que desconoce su mal. Vayamos presurosos al médico de la salvación eterna. Descubrámosle nuestras heridas. Llegue hasta Él éste nuestro grito desgarrador: «Tened piedad de mí, Señor, que estoy enfermo; curadme, Señor, pues todos mis huesos están conmovidos» (Salmo 6). Entonces sí que nuestro médico nos perdonará nuestros desmanes, curará nuestras flaquezas y satisfará nuestros buenos deseos”.


VIGILANCIA

Es evidente que el cristiano en este tiempo de Septuagésima, si de veras quiere adentrarse en el espíritu de la Iglesia, ha de dar, un “alto aquí” a esa falsa seguridad, a ese contentamiento de sí mismo que arraigan sobrado frecuentemente en el fondo de estas almas muelles y tibias que cosechan la mera esterilidad.

¡Felices todavía si tales disposiciones no acarrean insensiblemente la extinción del verdadero sentido cristiano! Quien se cree dispensado de esa continua vigilancia tan recomendada por el Salvador (San Marcos, XIII, 37), está ya dominado por el enemigo; quien no siente la necesidad de combate alguno, de lucha alguna para sostenerse, para seguir el sendero del bien, debe temer no se halle en la vía de ese reino de Dios que no se conquista sino a viva fuerza (San Mateo, XI, 12); quien olvida los pecados perdonados por la misericordia de Dios , debe temblar de que sea juguete de peligrosa ilusión (Eccli., V, 5).
Demos gloria a Dios en estos días que vamos a dedicar a la animosa contemplación de nuestras miserias, y saquemos del propio conocimiento de nosotros mismos, nuevos motivos para esperar en Aquel a quien nuestras debilidades y pecados no estorbaron se abajara hasta nosotros, para sublimarnos hasta Sí.

Dom Prosper Guéranger, O.S.B.
(Tomado de su libro “El año litúrgico”)

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