viernes, 6 de junio de 2008

Editorial del Nº 74


LA VOLUNTAD
DESTITUYENTE
 

La perseverante y legítima resistencia del campo argentino ha puesto en evidencia un haz de significativos hechos, cuya entidad debería convertirlos en objeto de otros tantos análisis políticos, si contáramos aquí con el espacio y el don adecuado para ello. No tendría que pasar inadvertido, por ejemplo, el contraste entre la explícita devoción mariana de los ruralistas, frente a la impiedad igualmente manifiesta de sus impugnadores oficiales. Ni los escandalosos oropeles y arrebatos de la prima fémina, confrontados con la paisana austeridad de aquellos a quienes de oligarcas se califica. Ni el enarbolamiento unánime de banderas patrias en los actos agrarios, contra el torbellino inmundo de jirones rojos en las turbamultas rentadas del poder gubernamental.

Un federalismo naturalmente tradicionalista se intuye en las acampadas campesinas a la vera de los caminos. Una servidumbre a los planes usureros de los lobbies yanki-sionistas se respira malolientemente en la Casa Rosada. Tras las alforjas retencionistas de los Kirchner, amén de la codicia personal y partidaria, está la zarpa imperativa del Plan Rockefeller para destruir las economías regionales. Tras las crispadas protestas de chacareros y gauchos, está el derecho a no ser expoliados por un despotismo que responde a roja extranjería. Capitalistas para incrementar sus patrimonios ingentes y marxistas para emporcarse las almas, los que mandan reclaman la lonja de carne, no precisamente vacuna, de sus subordinados. La tierra cultivada o arada y el vaquerío mugiente, en cambio, todavía no leyó a Von Mises ni Das Kapital. Y al fin, por ponerle un coto a este enunciado paralelismo, de un lado se ven familias habituadas a encallecer las manos y fatigar las pretinas, y del otro las hordas de malvivientes ideológicos y morales grotescamente subsidiadas por el partido peronista.

Pero el hecho mayor desatado por el levantamiento agrario, que debería centrar el análisis, es la constatación evidente de que el Gobierno ha perdido el respaldo social, el respeto comunitario, la confianza colectiva y el apoyo de los ciudadanos corrientes. Toda legitimidad le ha sido despojada, todo prestigio lo ha abandonado, toda adhesión del común le es retaceada y esquiva. Excepto los múltiples sinvergüenzas que medran satelitalmente alrededor de la gavilla erpiano-montoneril dominante, no quedan simples hombres del pueblo que puedan creerle una palabra a la pingüínica dupla. Han recibido una paliza que no esperaban, aunque es sensiblemente inferior a la que realmente merecen, y a la que tal vez les aguarde.

Entiéndase bien lo que estamos diciendo. No hablamos ahora de la intrínseca ilegitimidad de origen que posee todo gobierno democrático, ni de la específica ilegitimidad de esta gestión tiránica, a la que venimos descalificando ab initio con los más gruesos y fundados epítetos. Hablamos de la pérdida de aquella única legitimidad en la que creen estos bellacos: la del número. Por eso se desesperan pidiendo acatamiento a la “voluntad popular”, sin querer notificarse que ella se les murió el 28 de octubre de 2007 en guarismos electorales amañados, y ahora vive alzada en las rutas o al pie del Monumento a la Bandera, o descerrajando golpes de ollas por centenares de plazas. Por eso piden respeto a la investidura presidencial, sin saber —como lo sabía Fredo Corleone— que no basta con ser mafioso para ganarse el respeto. Por eso reclaman sujeción, honorabilidad y obediencia a golpes de pérsicos y delías, pero ya inspiran más lástima que miedo, más repugnancia que amedrentamiento. Por eso, nada menos que ellos, los pregoneros de la anti-represión popular, movilizan prefectos, gendarmes y jueces obsecuentes para que dispersen toda evidencia de un demos que no cree en sus presuntos representantes. Responden fomentando las discordias y la lucha de clases, cuando deberían responder pidiendo perdón por existir. Responden con palos, amenazas, encarcelamientos, matones, desplantes y exigencias de decoro, cuando deberían responder expiando sus delitos. Responden poniendo el ejemplo de las “Madres”; esto es, del terrorismo marxista más desembozado. Responden pretendiendo “redoblar la apuesta”.

La apuesta ya la perdieron. Lo que llaman conducta destituyente no es golpismo ni conspiración. Se ha generalizado y no regresa. Es el hartazgo ante la tiranía, es el principio de desobediencia activa al despotismo oprobioso que han construido, es la manifestación incontenible del derecho de resistencia a una autoridad maldita, es la reacción plausible de una comunidad que no quiere ser arrastrada al ultraje y a la rapiña. La voluntad destituyente existe, por cierto que no se equivocan al señalarla. Lo que callan es que la han engendrado los gobernantes con sus crímenes contra Dios y la Patria.

No podemos ser optimistas al respecto. Quienes dirigen formalmente la protesta agraria no ven en profundidad la cuestión de fondo, ni parecen colegir que han desatado una causa que los antecede y supera. Si el más lenguaraz de ellos tiene el mismo y ruin discurso izquierdista que los Kirchner, si los restantes no son precisamente hombres de pensamiento políticamente claro ni de palabra rectora, quien podría ser el mejor de sus portavoces —al menos en atención a su edificante llaneza— carga con sus propios condicionamientos, y lo que es peor, ha sido rodeado de oportunistas partidócratas. El Cardenal Primado, que gusta exhibirse tomando colectivos, bien podría trasladarse en algunos de ellos hasta los muchos pueblos del interior, hoy justicieramente alzados. Para enseñarles la Doctrina Tradicional de la Iglesia sobre el valor inmenso de la Civilización Rural, para ratificarlos en sus derechos y en sus valores, para inculcarles que el eje de esta lucha no es económico sino moral y espiritual, para corregir paternalmente los yerros que pudieran deslizarse, para pedirles a los bautizados todos que comprendan la significación religiosa de la tierra, para bendecir los surcos, y clavar la Cruz, donde no deben estar la hoz y el martillo sino como meros instrumentos de labranza, para pedirle al campo no el diálogo pacificista sino la merecida victoria.

Si no optimistas, sí esperanzados. Recorrimos silentemente muchos de esos caminos y de esos pueblos, muchos de esos rostros y de esos brazos, y algo nos dice —algo que se llama esperanza— que Dios no permitirá que sean puestos de rodillas más que ante Su altar.

Antonio Caponnetto

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