viernes, 4 de enero de 2008

Un poco de doctrina


VIGENCIA DEL NACIONALISMO


La presión de los medios masivos y también la de los grupos sedicentemente académicos como los de Floria o Escudé, es tanta y tan obsesiva que es difícil o imposible entenderse. Nos referimos a los grandes problemas políticos y culturales argentinos que, envueltos en una compacta y confusa nube ideológica y semántica, desde hace muchas generaciones vienen sucediéndose sin solución, siempre pendientes y siempre abiertos. Son problemas que hacen a la convivencia, a la institucionalidad, al destino, a la identidad, a la autoconciencia. Para no irnos demasiado lejos nos conformaremos con una módica reflexión acerca de lo que es, de lo que se debe entender y de la legitimidad o no de eso que, de un modo desaprensivo, multívoco y por completo anticientífico se llama nacionalismo.

Es, sin duda, una doctrina, un corpus de principios, un plexo de sentimientos espontáneos, una emoción, un amor que se extiende a través de todos los tiempos y culturas, un hecho de la vida. Pero es sobre todo y ante todo, una realidad que algunos aprecian y otros no. El nacionalismo —como movimiento político o como energía cultural— es efectivamente el reflejo y la expresión de una realidad diferenciadora que hace sentir a cada individuo como una persona y a cada persona como miembro de un organismo superior, la nación, en el que se realiza más plena, más universal y más bellamente que en cualquier otra forma de sociedad. No niega ni absorbe a ninguna de las instituciones naturales sino que, por el contrario, las lleva a su mejor contexto, las eleva, las completo y las condiciona para su propia perfección.

Los que niegan a la nación como realidad histórico-cultural, la menosprecian o la rechazan, a la hora de interpretar el presente y planificar el porvenir, ceden siempre a la tentación de condenar o deformar al movimiento que la actualiza y la piensa, el nacionalismo. Entonces es cuando se lo tacha de nazismo, de ultraderecha, de xenófobo, de racista, hasta de totalitario. Son comodines falsos y baratos y forman parte de una lucha mediática y terminológica en la que los difamadores llevan las de ganar, puesto que disponen de todos los medios para imponer su discurso único que de suyo es irracional y que no admite —contrariando su declamado democratismo— contestación ni disenso. Es verdad que el nacionalismo puede llegar a ser algo de lo que se lo acusa —y sería su deformación— pero no lo es por sí ni por principio sino por desorbitación o manipulación extraña. El nacionalismo —para decirlo sencilla pero completamente— se basa en el amor inteligente a la nación meditándola para desenvolverla, “descubriéndola” tal cual es para rescatarla.

La nación existe tan espontáneamente como cualquier otra institución de orden natural, incluyendo al Estado. No es casualidad que sean los mismos que la niegan los que combaten al Estado, promueven la disolución de la familia y declaran la inutilidad de los sindicatos, prefiriendo suplantarlos por el mercado, la pareja libre o el lobby. Todos ellos están contra la evidencia y por eso es que quedan perplejos y no pueden explicar sin apartarse de su filosofía política o de su sociología, el por qué del resurgimiento de los nacionalismos o lo ancho y a lo largo del mundo que presuponen único y unido. En su visión esto es incomprensible y, por lo tanto, no debiera darse y están obligados a concluir que se trata de patologías a las que, por supuesto, urge combatir toda vez que no se las pueda seguir ignorando. Y por lo mismo afirman que es irracional oponerse a la planetización en ciernes o ya avanzada que se nos propone e impone, según la perspectiva de cada observador o el talante del auditorio, ora como una bendición ora como una realidad de la que no se puede ni se debería huir. Liberales y socialdemócratas coinciden en exaltar esta globalización salvaje, al tiempo que se reacomodan a ella.

El principal gran problema con el que se topan es la existencia y la reaparición de la nación en la historia, que sobrevive mientras desaparece el océano soviético y es sustituido por la inundación hipercapitalista, que a su vez ya de muestras de retroceso. Porque la nación —sea en forma de sentimiento o de resentimiento, de tendencia, de odio, de resistencia, de desconfianza— está ahí, latente pero viva; es una realidad que al parecer nadie puede extirpar, ya arrancándola, ya segándole sus raíces, ya quitándole la luz. Insoportablemente sobrevive y retorna cada vez que la ocasión es propicia. Tal vez bajo modos negativos como los indicados o dolorosos como la guerra, pero vuelve. Si vuelve es porque existe y si existe es porque no es un artificio ni un producto de una demencia colectiva ni el resultado de una determinada cultura o de cierta ideología anacrónica o de algún interés de clase o de alguna moda romántica. Está en los intersticios de la vida, en los meandros de la historia, en la voluntad de Dios.
Álvaro Riva

Nota: El significado del vocablo “nacionalismo” difiere en Argentina y en España. Mientras en el Plata significa amor a la Patria, el deseo de unir sus tierras y hacerlas cada vez más santas, felices y mejores, en la Piel de Toro se asocia al separatismo, que desea romper a España en multitud de taifas independientes entre sí.

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