viernes, 29 de junio de 2007

Crítica literaria


ARAMBURU, LA BIOGRAFÍA

Por Rosendo Fraga y Rodolfo Pandolfi
Buenos Aires, Vergara, 2005. 411 páginas.

Fraga y Pandolfi publicaron, hace poco, este libro que me hace llegar mi amigo AR con pedido de comentario. Penosa tarea. La primera dificultad es que ninguno de los dos autores sabe escribir, y sumados dan un libro que cuesta mucho esfuerzo leer. Tienen un curioso método de exposición que viene a ser el mismo que usan los que hacen hojaldre: una capa sobre otra. Aquí también, los datos se reiteran una y otra vez, pero no desde perspectivas distintas, lo que sería lícito, sino simplemente porque da la impresión de que una parte la escribió uno de los autores y otra el restante, pero sin preocuparse por limar repeticiones.

El segundo obstáculo es una catarata de datos mal expresados, o sencillamente equivocados. Si uno escribe un libro tiene que preocuparse de confrontar la información antes de afirmar, por ejemplo, que “Trujillo fue derrocado por el Ejército y ejecutado el 30 de mayo de 1961” (pág. 27) e insistir más adelante en que “fue fusilado” (pág. 30), porque el tirano dominicano no fue derrocado, ya que no era Presidente en el momento de su muerte, ni fue “ejecutado” ni “fusilado”. Fue asesinado por un complot de militares mientras gobernaba vicariamente Joaquín Balaguer.

También conviene confrontar los datos antes de afirmar que Odría venció, en Perú, a Víctor Haya de la Torre en las elecciones de julio de 1950, porque en esas elecciones el único candidato era Odría. O antes de afirmar que “el peronismo había difundido unas escarapelas redondas con la expresión DL-DL, supuesta frase de estímulo al gobierno” cuando esas escarapelas se repartieron antes de que existiera el peronismo, en la etapa revolucionaria de 1943 y se referían a una expresión del Presidente Farrell cuando se le proponía algo: “dele, dele”. Los ejemplos de este tipo podrían multiplicarse, pero son, casi, lo de menos.

Los verdaderos pecados de este librejo son dos: primero, pretende exaltar la figura de Aramburu sin conseguir justificar ni su asalto al poder el 13 de noviembre de 1955, ni los fusilamientos de 1956. Todos los elogios que se prodigan al presidente provisional y al político no consiguen borrar esos dos episodios, ni consiguen disimular la política de persecución al peronismo que está en la raíz de nuestras dificultades —Kirchner incluído— desde hace más de medio siglo.

Y es cuasi canallesco pretender cohonestar el golpe del 13 de noviembre reprochándole a Lonardi “no tener plan de gobierno” cuando apenas si lo dejaron gobernar menos de cincuenta días, jaqueado en cada uno de ellos por la conspiración que crecía en los despachos aledaños al suyo. Intentar hacer un héroe de este mediocre general es una tarea que está muy por encima de la capacidad y los conocimientos de Fraga y de Pandolfi. Aramburu fue un instante, un momento más de la tragedia nacional de desencuentros. No hay en él un rasgo de grandeza ni de magnanimidad. No hay forma de elevarlo a las alturas del procerato, ni modo de esculpir la estatua destinada al pedestal que Fraga y Pandolfi le preparan.

Pero el segundo pecado grave, allí donde el libro oscila entre la mala fe más descarada y la desinformación más acentuada, es su tratamiento del nacionalismo. Es el culpable de todo: “de destruir la humilde casita de Hipólito Irigoyen” (sic), hasta ser el inspirador tanto del terrorismo montonero como del terrorismo de Estado. El primero “constituyó la contracara y el pretexto del terror distribuido desde el Estado” (pág. 181). Una buena parte del libro está construida desde la suposición de que a Aramburu lo mató una conspiración entre el Ministro del Interior de Onganía, el General Imaz, y los nacionalistas católicos representados por el grupo fundador de Montoneros. Para esta suposición (que no es, por cierto, nueva ni original) se presentan confusas “pruebas” indiciarias que pueden alentar sospechas pero nunca fundar una certeza.

Pero tampoco es esto lo peor: lo más grave es el desparpajo con que identifican a los montoneros como nacionalistas católicos sin hacer la menor reflexión de su paso al marxismo militante. Ni una palabra sobre la guerra revolucionaria en el mundo entero, ni sobre la transformación total y radical que significa pasar del nacionalismo tal como se dio en la Argentina, a las huestes del odio marxista. Como se trata de atacar un blanco rentable que no tiene quien lo defienda (así creen Fraga y Pandolfi), es bueno echarle la culpa de todo. Si el Coronel Fernández Suárez es el autor de los fusilamientos de la “Operación Masacre”, no hay que privarse de decir que era formado “en el nacionalismo autoritario”. Este librejo se inscribe en la larga lista de publicaciones que desde hace años caen sobre el nacionalismo no para estudiarlo o comprenderlo sino para calumniarlo. Extenso género que sólo puede entenderse en el clima intelectual que la progresía dominante ha instalado en la Argentina.
Aníbal D’Ángelo Rodríguez

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